Un jueves por la noche el Negro se fue.
Su mirada, fija a veces en un horizonte de tanques de agua y antenas de televisión, tendría que haber sido un indicio para mí. Ese mundo de buenos bocados y caricias no le impedía soñar.
Yo amaba su ternura, sus bigotes infinitos y esa dulce manera de estar. Creí conocerlo todo de él, pero el Negro era, sin duda, un delicado pirata al que le habían robado el mar.
Hoy regresó, sucio y muerto de hambre. Comió y bebió hasta cansarse. Después se lavó prolijamente y vino a acomodarse en el sofá del living con ademanes de gran señor.
Yo, mientras tanto, me ocupé de cerrar bien las puertas y las ventanas.
Ha pasado un mes y el Negro se ha puesto a mirar el horizonte de tanques de agua y antenas de televisión, aunque esta vez ya no podrá irse.
Creo notar en sus ojos el clamor de los tigres.
Pero es sólo un gato negro con pechera blanca y me pertenece para siempre.
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